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Me entristeció la noticia del suicidio de Chester Bennington, el cantante de la banda de rock Linkin Park. Dejó una esposa y seis niños que, sin duda, viven sacudidos por la devastadora pérdida de su esposo y padre. Tenía también muchos aficionados y personas que lo querían y que apreciaban su música. Tenía fama y fortuna. Visto de fuera, parecía que lo tenía todo.

 

Se me desgarra el corazón cuando me entero de que alguien se acaba de suicidar, pero no me siento conmocionada.

 

Me conmocionó la muerte por suicido de mi mamá hace 26 años. Era maestra de preparatoria y trabajaba con jóvenes en situación de riesgo. Era la maestra favorita de la escuela y la última persona sobre la Tierra de la que se hubiera pensado que iba a tomar su propia vida. El primer año de su muerte, tenía que pellizcarme todos los días, porque me sentía metida en una pesadilla de la que no podía despertar. Nuestra comunidad se hallaba en estado de choque.

 

Me conmocioné cuando un primo mío se mató poco después de volver de servir en el ejército desplegado en Irak. Era el alma de las fiestas, siempre bromista y un maestro del karaoke. Era guapo, dedicado y buena persona. Su muerte estremeció a sus compañeros de armas.

 

Cuando se dio la noticia del suicidio de Robin Williams, me sentí conmocionada. Era el hombre divertido, exitoso y amado. ¿Por qué se matan personas que lo tienen todo? ¡El mundo estaba atónito!

 

Cuanto más aprendo del suicidio, menos me conmociona que alguien lo haga. Miren: el suicidio nunca ha sido peculiar de un tipo de personalidad. El suicido nos afecta a todos. La celebridad que tiene la fama y las riquezas con las que soñamos los demás, la mamá debutante, el anciano, el adolescente de futuro prometedor, nuestro maestro o nuestro predicador favorito, la vecina de trato afable, el policía firme y valiente. Todos. Cualquier persona es susceptible de suicidarse.

 

No hay una ecuación del suicidio. A + B no siempre es = C. Hay signos de alarma y teléfonos de ayuda para los que lo están pensando o para quienes abrigan temores por otra persona, pero no siempre previenen el suicidio. Si lo hicieran, los índices de suicidio serían prácticamente de cero. No me malinterpreten, porque en realidad necesitamos que esos teléfonos funcionen y todos tenemos que prestar atención a los signos de alarma en nuestros amigos y familiares. Pero no se salvan todos.

 

En el fondo del suicidio hay una profunda desesperanza de que las cosas vayan a mejorar o a solucionarse. Desesperanza de que el sufrimiento físico o mental vaya a aliviarse. Desesperanza de que la vida volverá a ser digna de vivirse. El suicidio nunca es cuestión de egoísmo ni de cobardía, sino que se trata de apagar el dolor que una persona siente todos los días, a veces en secreto.

 

No me conmocionó el suicidio de Chester Bennington. Decir que estoy conmocionada sería expresar la convicción de que él era inmune por ser un personaje, pero una idea tan inocente no hace avanzar la conversación sobre el suicidio, sino que la estorba. Tenemos que dejar se sentir conmoción por el suicidio y, en cambio, contemplarlo como la tragedia que es, una tragedia que, en Estados Unidos, mata a 121 personas cada día. Ya no podemos sentirnos conmocionados por esto. Tenemos que educarnos. Tenemos que reducir los estigmas del suicidio.

 

El suicidio no convierte a una persona en “fenómeno” o “cobarde”, y ni siquiera en “egoísta”. El suicidio es la manifestación de un dolor o de una enfermedad emocional, física y mental que no siempre se ve. Dejemos de conmocionarnos y hagamos más por ayudar a quienes libran esta batalla diaria, casi siempre a solas.

 

Por: Brandy Lidbeck
Fuente: The Gift Of Second

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