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¿Cómo no me di cuenta? ¿Será que desde ese momento estaba mal? ¿En qué momento pasó todo? ¿Cuándo me comencé a hundir?

 

 

Todas esas y más preguntas me hago desde que entré en la fase más estable de mi recuperación frente a la depresión. Mi cuerpo, mis estados de ánimo, mis pensamientos… todo indicaba que algo andaba mal, pero no me di cuenta hasta el día en que salí de terapia con mi psicóloga y el llanto me asfixiaba tanto que no pude ir a mis clases en la universidad; era como si me hubiesen arrancado el alma. Pero esa es otra historia que no voy a contar ahora.

 

 

Desde que me encuentro mejor y he comenzado a disfrutar de mi recuperación, no dejo de pensar en las banderas rojas de mi depresión; esos focos de alerta que, de haberles puesto atención o interpretarlos correctamente como un todo -no tratarlos aisladamente-, podrían haberme ayudado a atenderme mucho antes de tocar fondo, el peor de toda mi vida.

 

 

1. Variaciones hormonales

Curiosamente, los cambios en mis ciclos y otros síntomas que uno podría pensar son meramente hormonales, fueron los que me llevaron al psicólogo. Había empezado a tener sangrados espontáneos, variaciones en mi ciclo (se presentaba dos semanas antes o tres semanas después), la hipersensibilidad que tenía en los senos era insoportable, además de los dolores de cabeza y el acné a todo lo que da. En consulta con mi ginecóloga, platiqué sobre el detonador de mi depresión –en ese momento yo no sabía que la tenía– y su respuesta fue muy clara: “Diana, tienes que ir con un profesional, con un psicólogo para hablar de esto, porque el estrés que esto te está generando es lo que te tiene así. Necesitas tratarte”. No lo dudé… al día siguiente estaba buscando por todos lados a un psicólogo que me atendiera lo más pronto posible.

 

 

2. Tensión

A partir de que sufrí una lesión en el cuello cuando estaba en la preparatoria, normalicé los dolores de cabeza… asumía que eran la consecuencia de una tontería que había hecho. Fue en la universidad que los dolores se convirtieron en algo constante y me taladraban el cerebro prácticamente toda la semana. Después fue el dolor en los hombros y de ahí siguió a la mandíbula. Despertaba todos los días con la quijada aferrada… un día simplemente amanecí con una bola que me impedía comer y masticar sin dolor.

 

 

3. Lesiones cutáneas

Muchas personas con ansiedad desarrollamos un sarpullido como si fuese una alergia al estrés. En lo personal, me sale en la cabeza y el cuello; en los peores casos se expande hacia la espalda. Pero eso no es nada. Cuando mi cuerpo estuvo bajo los peores niveles de estrés y ansiedad, aparecieron unas manchas. Primero se presentaron en forma de piquetes de mosquito en la parte abdominal, para después convertirse en enormes círculos que me dejaban la piel sumamente sensible al tacto, como si estuviera viva. Dicho por el dermatólogo, no era un hongo, sino una reacción de mi cuerpo al no saber “cómo sacar/representar el estrés”.

 

 

4. Irritabilidad

Como los dolores de cabeza, normalicé mi irritabilidad. Toda la vida fui la niña de la “mecha corta” y la del mal genio que se enojaba con todo. La realidad es que no soy así. Con mi recuperación ha surgido mi verdadero yo; me he dado cuenta que soy una persona que ama sonreír y hacer sonreír a los demás, que una pequeña fricción la puedo dejar pasar sin más. Con mi recuperación, he dejado de golpear las paredes en un ataque de ira; algo que siempre había hecho. Quizá esta es una de las banderas rojas que más cuestiono: ¿desde hace cuánto tiempo me compré la idea de ser la enojona y dejé de ver que algo dentro de mí estaba sucediendo? ¿Cuánto tiempo presenté este síntoma y no lo atendí?

 

 

5. Autolesiones

Es curioso, cuando hablamos sobre autolesiones pensamos automáticamente en cortes, pero no en otro tipo de reacciones. Yo me cacheteaba y me tiraba del cabello… golpeaba las paredes -rasposas- de mi cuarto hasta que me sangraban los nudillos. Una vez acabé con férula. Me da vergüenza admitirlo, pero es una realidad a la que le tuve que hacer frente en terapia y en cada consulta con el psiquiatra. Sí llegué a lesionarme con los pedazos de un CD roto, pero jamás me hice tanto daño como con las cachetadas, que incluso me podían dejar aturdida por unos minutos. Creo que una zarandeada de aquellas que me di, fue la que me hizo llamar al Instituto Nacional de Psiquiatría una mañana, para agendar mi primera consulta y comenzar mi tratamiento.

 

 

6. Pensamientos suicidas pasivos

A diferencia de los activos, este tipo de pensamientos no contemplan un plan para quitarse la vida… es el simple deseo de dejar de vivir para dejar de sentir tanto dolor. No recuerdo cuándo comenzaron, sólo sé que en la mayor parte de mi vida adulta, constantemente deseé que en mis idas al trabajo o a la universidad, hubiese un accidente que me quitara la vida. En mi lógica, un accidente sería menos devastador para mi mamá, que el haberme quitado la vida; ella no sentiría culpa por “haber dejado de hacer algo”; no habría nota porque fue algo improviso; nadie pensaría que habría muerto con una sonrisa en la cara, porque por fin podría descansar.

 

 

Esta última bandera roja es la peor que he experimentado y de la cual casi no hablo, también por vergüenza, por no lastimar a mis seres queridos. En realidad, es la bandera roja que más daño me hacía y más ignoré todo el tiempo. Todo lo demás podría tener una explicación, excepto esta. ¿Quién quiere morir? ¿Quién lo desea a diario? … Una persona que está mal y cuyos recursos de afrontamiento están debilitados, incluso agotados.

 

 

Tener este tipo de pensamientos no es normal. Por favor, si en algún momento se presentan, considera que estos nunca están presentes en una mente sana y que lo más adecuado es pedir ayuda. La recuperación es posible. Dura, pero posible. No los normalices como yo.

 

 

La depresión, como otras enfermedades, no llega con un manual. Específicamente en las enfermedades mentales, el tratamiento es más complejo porque, en efecto, “cada cabeza es un mundo”. No todos reaccionamos igual ante una depresión y las banderas rojas no son las mismas. La importancia que estas tienen es que hay que aprender a identificarlas, para poder atenderse de forma oportuna y no dejar pasar el tiempo. Si bien hay síntomas definidos, todos tenemos nuestras banderas rojas.

 

 

 

Por Diana Leyva

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