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Este último año me ha puesto a prueba hasta la última gota y hasta el último rincón de mi mundo. En el trabajo, en mi divorcio, en mi papel de madre, el año ha sido una maratón de sucesos y en todos la conclusión era que tenía que seguir corriendo.… o nadando, según el deporte elegido.

 

Estaba de mudanza. Tenía que tratar con una persona difícil. Mi hija pasaba por muchos cambios. Había novedades en el trabajo. Tenía problemas de salud, problemas de dinero. Sentía que cuando se solucionaba algo, ya tenía otro problema mayor en el horizonte. Hubo ocasiones en que me sentí tan estresada que era casi imposible comer. Mi estómago decidió asumir todas las tensiones en lugar de mi cerebro y no me sentía entera.

 

Varias veces me pregunté qué me estaba pasando, pero con el tiempo me he dado cuenta de que, comoquiera que sea, soy más fuerte y más resistente mental y físicamente.

 

Después de mi verano “sin comer”, por fin me sentí razonablemente bien y acepté encantada la idea de meterme al gimnasio; era como reencontrarme con un amante. El gimnasio siempre me había parecido un buen medio de aliviar el estrés y divertirme, así que esperaba con ansias regresar y poner todo en orden.

 

El ejercicio aumenta los niveles de las hormonas del bienestar, las que producen un sentimiento de felicidad. Además, hacer abdominales por primera vez en la vida me puso en forma. Pero no es todo: el gimnasio evitó que sucumbiera a la depresión, impidió que me diera por vencida.

 

Aunque cada vez que consultaba la cuenta del banco me preguntaba cómo iba a cubrir el resto del mes, me iba al gimnasio a hacer sentadillas en la pelota bosu y planchas laterales con flexión de cadera.

 

Aunque sentía como si no conociera a nadie en la ciudad a la que nos habíamos mudado mi hija y yo, sabía hacer mejor que nadie las zancadas inversas con la pelota medicinal.

 

Aunque sentía que ni mi hija ni yo nos adaptaríamos al nuevo lugar, aprendía a hacer remos en la plancha y patada de tríceps.

 

Aunque no tenía con quién salir los sábados ni planes divertidos para el domingo, cuando mi hija veía a su papá, tenía una cita para correr cinco kilómetros y otra para tomar una clase de entrenamiento en intervalos de alta densidad.

 

Aunque me sintiera sola e impotente para cambiar mucho de lo que me molestaba en mi vida, podía sentirme y verme diferente. Pasé como si nada de las flexiones simples de bíceps al press de hombros en una bosu y pasé de 30 segundos a un minuto completo en la plancha.

 

No estaba en mi poder cambiar todas mis circunstancias, pero en el gimnasio podía cambiar prácticamente todo. Tenía el poder de cambiar mi cuerpo, mi mente, mi apariencia.

 

En muchos sentidos, el gimnasio y mi rutina de acondicionamiento eran el único espacio en el que tenía el mando y cosechaba todos los beneficios.

 

Además del ballet, tener un lugar lejos del estrés y las preocupaciones me sirvió para creer que incluso cuando todo marcha muy mal, no será para siempre. Las épocas duras son para la gente fuerte. Que también esto iba a pasar. Que había una luz al final del túnel, que podía hacer todo, hasta burpees (el ejercicio que menos me gusta) durante 30 segundos y contando. Que el dolor no dura interminablemente, pero que el esfuerzo, la perseverancia y la dedicación para mejorar me pertenecen para toda mi vida.

 

Que estas gratificaciones son también las de mi hija. Que mi hija ha visto el compromiso de su madre por estar sana. Un día, me preguntó por qué se me ocurrió inscribirme al gimnasio. Le dije que me siento mejor cuando hago ejercicio. Me alegra el cerebro, el cuerpo y el corazón. “Qué bueno”, me contestó con una sonrisa.

 

Mostrarle que su mamá se cuida rendirá frutos más adelante.

 

Ahora que ha pasado un año, ella y yo somos más felices. A veces, hacemos sentadillas juntas e incluso burpees, aunque nunca le he dicho que me chocan.

 

Por Laura Lifshitz en POPSUGAR.

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