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Por: Lucía León de la Barra

Fundadora FAN

 

El suicidio es una esperanza para dejar de sufrir,

Cuando la vida es pensada y sentida como un

Sufrimiento muy grande e interminable.

Para algunos puede ser ilógico, sin embargo,

En la vida es casi imposible ser lógico siempre y hasta el fin.

Alberto Camus

 

 

Quiero empezar este testimonio con una pregunta que, creo, todos los que hemos sufrido una pérdida por suicidio nos hemos hecho varias veces: ¿Pudimos haberlo evitado? Me he cansado de escuchar respuestas como “No fue culpa de ustedes”, “Ustedes no podían haberlo evitado”, “Todo pasa por algo”. Realmente no estoy del todo convencida con estas respuestas y por eso escribo hoy aquí.

Los sobrevivientes de un suicidio vivimos situaciones diferentes, con particularidades propias y, a pesar de eso, todos nos hacemos la misma pregunta. ¿Por qué el suicidio? Porque la depresión es una enfermedad mortal.

Científicamente, está comprobado que la causa de la depresión es un cambio químico en el cerebro, el órgano más importante del cuerpo. Sin embargo, la diferencia entre otras enfermedades y la depresión es que, tristemente y por infinidad de razones, ésta y su consecuencia, el suicidio, está cargada de estigmas que nos orillan a no reconocerla.

¿A qué me refiero con estigmas? A que a las personas con depresión, por lo general, se les asocia con debilidad, mediocridad, grisura, falta de ambición; con la idea de que tienen una mente complicada o con que son adictas. Nunca se dice que es, precisamente, al revés. Que quienes padecen de depresión están enfermos y por eso están débiles o confundidos, no pueden desarrollarse profesional o socialmente como se esperaría, y pueden tener problemas de adicción. Por lo tanto, la muerte de quienes sufren depresión y mueren por suicidio no es vista como la consecuencia de una enfermedad, sino resulta una muerte cuestionada. “¿Qué le pasaba?” “¿Por qué llego a eso?”, son las primeras interrogantes que surgen. Encima de éstas se desprenden juicios muy duros: no quiso luchar, fue muy egoísta al decidir quitarse la vida sin pensar en el dolor y el daño que su muerte iba a causar; fue cobarde al no enfrentar los problemas que tenía.

Por lo tanto, los que sufren una depresión como los sobrevivientes al suicidio de un ser querido, no nos atrevemos a hablar de esto porque nos sentimos avergonzados, débiles, intimidados. Los sobrevivientes al suicidio de un familiar o de un amigo sentimos que esta muerte va a cambiar la imagen que teníamos de la persona y de todo su trayecto de vida. Pensamos que su acción va a marcar negativamente la memoria de esa persona a quien quisimos profundamente y de quien nos sentimos orgullosos. Esto no lo podemos permitir pues se deriva de un error que consiste en una falta total de información acerca de la depresión como enfermedad.

 

LOS AÑOS DE ENFERMEDAD

Después de algunos años de no sentirse bien físicamente porque vivía con mucho estrés (además, con ciática, gota, hernias y arritmia), en febrero del 2012, Fernando sufrió un ataque de pánico. Primero no sabía qué le pasaba. Ya antes le había dado arritmia y pensó que tenía un infarto pero, como en ese momento estábamos con una de mis hermanas quien había sufrido un ataque así, pudimos identificar lo que le estaba sucediendo. Tratamos de conseguir una cita con el doctor que atendió a mi hermana pero, como no era “un caso de gravedad”, nos recibió hasta el día siguiente a las diez de la noche. Fernando, obviamente, llegó en pésimas condiciones, agotado. En el momento en que entramos, el doctor le preguntó que qué sentía y Fer le contestó: “Ganas de darme un tiro”.

El doctor, con mucha calma, lo pasó a un cubículo, le puso una inyección (quién sabe de qué) y le dijo que con eso se iba a sentir mejor. Cinco minutos después, Fernando estaba más tranquilo y, al fin, pudo explicar lo que sentía. Ese primer doctor era internista y, después de escucharlo y revisar los análisis de sangre que le habían hecho unas semanas antes, solamente le recetó unas medicinas para bajarle el nivel de ansiedad porque no se observaba ninguna anormalidad en la tiroides que pudiera haber sido la causa de ese episodio. Para mí no fue tan buena noticia pues, conociendo a Fernando, si los resultados no estaban alterados, esto era el pretexto perfecto para decirme: “Ves, no tengo nada. ¡Es puro estrés!” Se tomó las medicinas durante unas semanas y, al no sentir ninguna mejoría, el internista le recomendó ver a un psiquiatra por considerar que estaba fuera de sus posibilidades tratarlo.

Tras muchas pláticas y gracias a la intervención de Mercedes, su hermana, Fernando accedió a ir a ver al psiquiatra. En la visita al primer psiquiatra el doctor le preguntó que cómo se sentía y que qué le estaba pasando en su vida para sentirse así. Le respondió lo mismo que al doctor anterior; que tenía muchas presiones de trabajo y también le platicó del ataque de pánico, pero no ahondó más. El tratamiento que le dio el psiquiatra consistió en un súper bombazo de medicinas que lo tuvieron drogado varios meses. Fernando, desesperado por no poder funcionar, le pidió al médico que le cambiara los medicamentos. El psiquiatra le explicó que era como construir una casa, que primero tenía que armar muy bien la cimbra para poder colar y luego empezar el segundo piso. Le dijo que tomaría tiempo adaptarse al tratamiento y que, poco a poco, se iba a sentir mejor e iba a poder volver a tener el control de su vida. Conforme pasaban los meses el doctor ajustaba el tratamiento, pero Fernando seguía sintiéndose mal, sin ánimo, con mucho sueño, perdido, inapetente y aún dopado. Sus amigos me decían que extrañaban a su cuate y me preguntaban que cuánto tiempo iba a estar así, que si eran necesarias tanta medicinas. Fernando estaba cada vez más desesperado porque decía que se movía como en cámara lenta, que no se podía concentrar y que, por lo tanto, no podía trabajar; esto último lo angustiaba terriblemente. Esta etapa coincidió con la noticia de que a Mercedes, tan querida por él, le detectaron cáncer en el colon con metástasis en el hígado y el bazo. Aunque el oncólogo había dicho que el diagnóstico de mi cuñada era muy grave, le dieron muchas esperanzas de salir adelante con quimioterapias y radiaciones.

 

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Fernando sobrellevó la enfermedad de su hermana y su propio tratamiento psiquiátrico por muchos meses pero se desesperó aún más porque no sentía ninguna mejoría; al menos no la mejoría que le habían dicho que iba a tener (“Vas a sentirte más tranquilo y, poco a poco, vas a poder recuperar el control de tu vida,” le decía su médico). Aunque diario hacía un gran esfuerzo por ir a supervisar sus obras y a la oficina, no tenía las fuerzas ni la claridad para trabajar como acostumbraba. Decidió, entonces, cambiar de doctor. El nuevo psiquiatra, después de una consulta en la que Fernando nuevamente le platicó cómo se sentía y por qué pensaba que se sentía así (presiones de trabajo), le cambió el esquema medicinal y lo dejó solamente con un medicamento para la depresión. En un principio, se sintió mejor; todos vimos que regresaba su personalidad y nos dio mucho gusto. Sin embargo, nos equivocamos, no estaba bien; solamente dejó de estar dopado. Siguió tomando su pastilla con disciplina pero, por razones financieras o porque no lo consideró necesario, decidió interrumpir las consultas con el psiquiatra. Esto no significó que no quisiera seguir luchando por sentirse bien, así que se sometió a una rutina de tomar un desayuno energético y vitaminas, y diario caminaba varios kilómetros. Si estaba en la oficina, utilizaba la ecobici en vez del coche y hacia unos ejercicios de relajación por medio de la respiración que le había enseñado su psiquiatra. No logró sentirse bien, al contrario, se sentía derrotado y decía que hiciera lo que hiciera no iba a poder volver a ser él mismo, lo cual le daba mucho miedo. Tanto, que un día me preguntó que si no se estaría volviendo loco. Me atrevo a hablar de lo que sentía porque algunas veces me lo platicaba pero, además, porque dejó como testimonio un pequeño diario que uno de sus amigos le recomendó llevar a manera de trabajo terapéutico para ver con más claridad lo que sentía. Lo que Fernando escribió, lo que sentía, era un dolor “incontrolable y multidimensional”. Sufría “dolor de cuerpo” y “dolor psicológico” que no le permitían ver la realidad. También “dolor social” porque no podía convivir pues sentía que nadie lo podía entender; y “dolor familiar” porque estaba convencido de que nos había fallado y de que nos estaba haciendo daño. Su dolor también era atemporal porque le dolían el pasado, el presente y el futuro.

A su terrible estado de ánimo se sumaron un año de vivir con la angustia de la enfermedad de Mercedes y su muerte. Ésta fue un golpe tremendo para Fernando que sintió que se quedaba huérfano por segunda vez. Ella ocupaba un lugar muy importante en su vida. La depresión en la que se encontraba no le permitió reconocer sus logros ni apoyarse en el amor que lo rodeaba. Esa depresión, aunada a la pérdida de su hermana, a las presiones de trabajo y a las dificultades económicas que enfrentaba, aumentó su estrés a tal grado que, un día, se quitó la vida. Estoy segura de que no se quería morir. El viernes que se despidió de mi AL SALIR DE LA CASA/COMO TODOS LOS DÍAS, se le veía un enorme dolor en los ojos. Lo que no quería era sufrir más y vernos sufrir a nosotros “por su culpa”. Quiso acabar con su conciencia que lo atormentaba, no necesariamente con su vida.

 

EL ENFRENTAMIENTO CON LO IRREMEDIABLE

Con su suicidio perdí todo contacto con la vida debido al gran dolor que sentí. Un dolor indescriptible, impronunciable, incompartible. Un dolor que me arrancó las palabras y que me hizo sumirme en mi misma, atormentada por infinidad de culpas y de preguntas que no me dejaban ni de día ni de noche. Era la culpa de no haberle dado todo, de no haber sabido escuchar lo que de mil maneras me había tratado de decir. Los hubieras no me dejaban vivir y la impotencia de no poder solucionar lo ya insolucionable se volvieron una pesadilla diaria. Mi cabeza no dejaba de repasar las últimas semanas que vivió con una angustia tremenda, un miedo exagerado sin fundamentos y una tristeza abismal. Me torturaban el arrepentimiento por no haberle hablado a sus amigos, que eran sus hermanos; el no haber tenido la capacidad de escuchar y sentir la tristeza con la que platicó el jueves en la noche con los niños y conmigo antes de intentar dormirnos y, sobre todo, el no haber hecho caso a mi sexto sentido que de alguna forma me avisó lo que podía pasar. Por respeto, lo dejé irse solo. Me dolía pensar que el amor de mi vida, mi mejor amigo, mi compañero, el mejor esposo que pude tener, se hubiera muerto de tristeza, de desesperanza y de desamparo. Esto me derrumbó, me destrozó, me hizo pedazos. Es tal el dolor que se vive por la muerte a causa de suicidio que estoy convencida de que mi recuperación total no va a ser posible; no creo poder volver a ser quien era. La muerte del amor de mi vida, de mi alma gemela, se llevó un pedazo de mi existencia y no lo voy a poder recuperar. Con su muerte, a pesar de estar muy acompañada de unos hijos maravillosos y de ser muy querida por mi familia y por mis amigos, me encuentro en una terrible soledad. Todos los días amanezco pensando en él. Durante el día una canción, un comentario e infinidad de eventos me lo recuerdan. Conforme avanza la tarde y cuando llega la hora en que Fer llegaba a la casa me ataca la angustia. En la noche en lo último que pienso antes de dormirme es en él. No podría ser de otra manera si me enamoré de Fernando cuando tenía 17 años y viví felizmente 30 años junto a él. La tristeza que me dejó su muerte no la puedo desechar o esconder, solo puedo aprender a vivir con ella. Como dice Gabriel García Márquez: “Tu puedes ser solo una persona para el mundo, pero para una persona tu eres el mundo”, eso fue Fernando para mí, mi mundo.

Vi a Fernando sufrir tremendamente durante varios años; sobre todo, los últimos dos. Lo escuché decirme lo cansado que estaba de sentir un dolor continuo en el pecho, una presión en el estómago, una angustia constante; de tener miedos sin fundamento, de estar cansado pero por no dormir y de no tener apetito. Lo vi abrigarse con chamarras de invierno en pleno verano porque todo el tiempo tenía un frío que no le quitaba ni en el sol. A pesar de todos estos síntomas —que son iguales o peores a los que puede sufrir un enfermo de cáncer durante su tratamiento de quimioterapia, pero a quien se le permite estar acostado, no ir a trabajar y que todos a su alrededor lo consientan— Fernando, por no considerarse enfermo, todos los días en esos dos años se levantó, se bañó, se arregló impecablemente y nunca dejó de ir a trabajar. Yo, por falta de conocimientos, aunque estuve muy cerca de él y sí lo apapaché, nunca lo traté como hubiera tratado a un enfermo de cáncer en estado de gravedad. No supe que Fer padecía una enfermedad mortal.

Un día, antes de ir con el primer doctor, le pregunté: “Fer, ¿por qué crees que te sientes así de mal?” Y me contestó: “Por el estrés que traigo en el trabajo”. “¿Tú no crees que con una pastilla te puedas sentir mejor?” Me respondió: “Lo que siento es tan inexplicable que me parece vergonzoso quejarme cuando mi vida está llena de tantas cosas buenas… Te tengo a ti, a los niños que son unos tipazos y tengo buenísimos amigos. Lo único que hoy me hace falta es la tranquilidad económica que es mi obligación resolver. ¿Qué me puede decir un doctor sobre esto?”

 

la foto

 

Otro día, saliendo de ver la película Gravity, le dije: “¿Te imaginas qué miedo sería quedarte solo en el espacio?” Y me contestó: “Yo creo que no tienes que estar en el espacio para sentir esa soledad. Yo muchas veces he sentido esa soledad y ese miedo… ¿Tú no?” Me quedé helada con su respuesta pero, como a él le encantaba filosofar sobre la vida, no le di mayor importancia y seguimos, como dicen los chavos, debrayando sobre la vida y la soledad interna.

En otra ocasión, estábamos en una comida con nuestros amigos y Fernando varias veces hizo la broma de que estaba muy cansado de la vida y que ya se quería morir: “Paren el mundo que me quiero bajar”. Nadie lo tomó en serio porque él y todos hicieron comentarios de ese tipo en medio de varias conversaciones muy intensas. Hasta algunos estuvieron de acuerdo con él.

A Fernando le apasionaba el golf. A veces me burlaba de él porque veía todos los programas de golf, leía todo lo que podía sobre golf, con sus amigos platicaba de golf y, a la primera oportunidad que tenía, jugaba golf. Lo disfrutaba tanto que era un placer verlo llegar del golf, cargado de energía, platicando de cada tiro suyo o de sus cuates. Si ganaba, llegaba aún más feliz. Un día que había planeado ir al golf me dijo que lo iba a cancelar porque no tenía ganas, que se le había salido el golf, que ya no sentía el gusto de antes. Me pareció tan raro que le pedí que se preguntara por qué le estaba pasando eso si era su gran ilusión del fin de semana, el lugar de convivencia con sus amigos, su momento. Le dije que por salud no podía dejarlo. Hasta después de su muerte supe que dos de los principales síntomas de la depresión son tristeza e incapacidad para sentir placer con las cosas que antes te producían placer.

Otra mañana lo vi muy desgastado y le dije: “Fer, échale ganas. Vas a ver que con este nuevo tratamiento y con las buenas opciones de trabajo que están surgiendo, poco a poco, te vas a sentir mejor y todo va a volver a tomar su lugar”. Esto fue lo que me contestó: “No tienes ni idea de las ganas que le echo todos los días. Me cuesta sangre ver salir el sol y pensar que tengo que tener fuerzas para vivir un día más y convencerme de que va a ser un buen día y de que voy a poder resolver todo”. Ante esa respuesta lo único que pude hacer fue abrazarlo.

 

LA DEPRESIÓN COMO ENFERMEDAD FÍSICA

Lo que platiqué líneas arriba comprueba que Fernando, de muchas maneras y durante bastante tiempo, vivió cada uno de los síntomas que hoy conozco como síntomas de una depresión mayor. Por desgracia, no tuve antes conocimiento de ellos y de que indicaban una enfermedad mortal. ¡Él tampoco lo vio así! Aceptó que estaba deprimido pero creía que era por el estrés del trabajo y por la enfermedad de Mercedes. Estaba seguro de que cuando su hermana venciera el cáncer y cuando se solucionaran los problemas de trabajo se iba a sentir perfectamente bien. Para él no era cuestión de una pastilla y mucho menos de una terapia psicoanalítica. Por él pasó inadvertida la depresión menor que tuvo que haber sufrido varios años antes y, sin darse cuenta, de repente se encontró hundido en una depresión mayor. (Video del perro)

Hoy, después de dos años de terapia y de infinidad de lecturas sobre el tema y, por supuesto, de haber vivido esos años muy cerca de Fernando, puedo confirmar lo mucho que sufrió. Aunque, como dice mi psiquiatra, nadie que no la ha vivido en carne propia puede entender lo que este dolor significa. Me atrevo, por lo tanto, a decir que el razonamiento y la actitud que Fernando tuvo ante la vida en ningún momento demostraron debilidad ni cobardía sino todo lo contrario: fortaleza, responsabilidad y tenacidad para sobrevivir. Sobrevivir, sí, porque vivir le estaba costando sangre. El puro hecho de levantarse de la cama diario le implicaba el mismo esfuerzo que a una persona sana le implican 40 minutos de ejercicio constante. Su enfermedad no era evidente para todos porque a Fernando no le gustaba dejarse ver. Sin embargo, era real y mucho muy dolorosa. Yo se la veía en los ojos, y si es cierto que los ojos son la ventana del alma, su alma estaba destrozada. Lo más triste es que la vivió en completa soledad por ser una enfermedad inaceptable para un hombre “sano” que tiene “todo” para salir adelante ante cualquier crisis. Un gran error de nuestra educación es que a los hombres se les enseña que no deben llorar. No pueden expresar lo que sienten porque ser fuertes y resolutivos es su papel en la vida.

 

RESPUESTA A LA PRIMERA PREGUNTA

Después de haber escrito estas páginas creo, al fin, poder contestar la pregunta inicial: ¿Hubiéramos podido evitar el suicido de Fernando? Yo creo que .

Los invito a soñar por unos minutos… Imagínense qué hubiera pasado si cuando fuimos al primer psiquiatra, o incluso al segundo, en vez de que solo le hubieran dicho que tenía una depresión y que con el tratamiento, poco a poco, se iba a sentir mejor, le hubieran hecho una historia clínica para conocer sus antecedentes familiares. Qué hubiera pasado, de entrada, si le hubieran hecho análisis de sangre (no sé si éstos arrojen algún dato); un electroencefalograma o una resonancia magnética que permitieran ver alteraciones de los neurotransmisores de su cerebro. Qué hubiera pasado si, para la próxima cita, el psiquiatra hubiera sugerido que asistiera yo o la familia completa a la consulta. ¿Qué hubiera pasado si, frente a todos nosotros, los médicos nos hubieran explicado en qué consistía la enfermedad, cuáles eran los síntomas, cuáles podían ser los efectos buenos y malos de las medicinas, qué podía pasar si Fernando dejaba de tomar las medicinas a su arbitrio, qué cuidados debíamos tener. Qué hubiera pasado si los médicos nos hubieran alertado sobre la elevada posibilidad que existe de que una persona con depresión mayor se quite la vida.

Seguramente, si Fernando y nosotros hubiéramos tenido mucho más información, él hubiera reconocido sus síntomas. Hubiéramos sabido que se trataba de una enfermedad real, de un desorden bioquímico que, con un tratamiento, disciplina y mucha paciencia, pudo haberse curado. Alguno de nosotros tendríamos que haber comprendido que ni solucionándose hasta el último de sus problemas (de trabajo, que eran los que más lo afligían) se iba a curar en ese estado. Estaba enfermo y, primero, hubiera tenido que atenderse. De haber aceptado su enfermedad él no se hubiera sentido tan vulnerable frente a nosotros y se hubiera dejado ayudar. Todos hubiéramos estado mucho más pendientes de él y se hubiera actuado de manera diferente todo el tiempo.

Cuando mi papá se enfermó de cáncer los médicos del Hospital Anderson, desde un principio, nos dijeron la verdad a su familia. Nos proporcionaron mucha información y esa información nos ayudó a estar tranquilos pues sabíamos qué esperar en cada etapa. También sabíamos qué hacer exactamente para ayudarlo. Creo que si hubiéramos estado mejor informados sobre la enfermedad de la depresión que padecía Fernando, su historia y la nuestra pudo haber sido otra.

 

CONCLUSIÓN: LA ESPERANZA DE EVITAR MÁS SUICIDIOS

Si se hablara de la depresión y del suicido en las casas, entre las familias, en los medios de comunicación y no se ocultaran los suicidios, quizá las personas que sufren depresión y que tienen ideas suicidas no llegarían a sentirse tan desoladas. Podrían sentirse parte de un grupo, saber que hay muchos otros que se sienten igual que ellos. Podrían atreverse a platicarlo, a compartir sus sentimientos, sus miedos y, sobre todo, a pedir ayuda. Habría que hacer una campaña y trasmitir que el dolor físico y psíquico que sufren las personas con depresión es devastador –inexplicable e indescriptible–. Trasmitir que la enfermedad ocasiona un sentimiento de soledad tal que no cabe dentro de la misma palabra soledad. Esa soledad no solo destruye el vínculo con los demás sino, principalmente, la capacidad del enfermo de sentirse bien consigo mismo. Juntos acerquémonos a quienes sufren de depresión. Brindémosles nuestra comprensión, no los juzguemos con dureza, seamos profundamente empáticos y evitemos que muchos individuos murieran por suicidio.

 

 

 

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